Mat. 15:21-28.
Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues
el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan;
porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. (Rom. 10:12,13).
"He aquí una mujer cananea, que había salido
de aquellos términos, clamaba, diciéndole: Señor, Hijo de David, ten
misericordia de mí; mi hija es malamente atormentada del demonio". Los
habitantes de esta región pertenecían a la antigua raza cananea. Eran idólatras,
despreciados y odiados por los judíos. A esta clase pertenecía la mujer que
ahora había venido a Jesús. Era pagana. . .
Cristo no respondió inmediatamente a la petición de la mujer. Recibió a esta representante de una raza despreciada como la habrían recibido los judíos. . .
La mujer presentaba su caso con instancia y creciente
fervor, postrándose a los pies de Cristo y clamando: "Señor,
socórreme". . .
Se entrega en seguida a la divina influencia de
Cristo y tiene fe implícita en su capacidad de concederle el favor pedido. Ruega
que se le den las migajas que caen de la mesa del Maestro. Si puede tener el
privilegio de un perro, está dispuesta a ser considerada como tal. No tiene
prejuicio nacional ni religioso, ni orgullo alguno que influya en su conducta,
y reconoce inmediatamente a Jesús como el Redentor y como capaz de hacer todo
lo que ella le pide.
El Salvador está satisfecho. Ha probado su fe en
él. . . Volviéndose hacia ella con una mirada de compasión y amor, dice:
"Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como quieres". Desde aquella
hora su hija quedó sana. El demonio no la atormentó más. . .
Con fe, la mujer de Fenicia se lanzó contra las
barreras que habían sido acumuladas entre judíos y gentiles. A pesar del
desaliento, sin prestar atención a las apariencias que podrían haberla inducido
a dudar, confió en el amor del Salvador. Así es como Cristo desea que confiemos
en él. Las bendiciones de la salvación son para cada alma. Nada, a no ser su
propia elección, puede impedir a algún hombre que llegue a tener parte en la
promesa hecha en Cristo por el Evangelio.
Las castas son algo aborrecible para Dios. El
desconoce cuanto tenga ese carácter. A su vista las almas de todos los hombres
tienen igual valor (DTG 365-370).
AUDIO:
https://youtube.com/playlist?list=PLVsLdOIe7sVtrbL52hGjPNaJMDGwACpWZ
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