1 Sam. 22.
Mi vida está entre leones; estoy echado entre hijos
de hombres que vomitan llamas. (Sal. 57:4).
¡Cuán preciosa y valiosa es la dulce influencia del
Espíritu de Dios cuando llega a las almas deprimidas o desesperadas, anima a
los de corazón desfalleciente, fortalece a los débiles e imparte valor y ayuda
a los probados siervos del Señor! ¡Qué Dios tan bondadoso el nuestro, que trata
tan suavemente a los descarriados, y muestra su paciencia y ternura en la
adversidad, y cuando estamos abrumados de algún gran dolor!
Todo fracaso de los hijos de Dios se debe a la
falta de fe. Cuando las sombras rodean el alma, cuando necesitamos luz y
dirección, debemos mirar hacia el cielo; hay luz más allá de las tinieblas.
David no debió desconfiar un solo momento de Dios.
Tenía motivos para confiar en él: era el ungido del Señor, y en medio de los
peligros había sido protegido por los ángeles de Dios; se le había armado de
valor para que hiciera cosas maravillosas; y si tan sólo hubiera apartado su
atención de la situación angustiosa en que se encontraba, y hubiera pensado en
el poder y la majestad de Dios, habría estado en paz aun en medio de las
sombras de muerte. . .
En las montañas de Judá, David buscó refugio de la
persecución de Saúl. Escapó sin tropiezo a la cueva de Adulam, sitio que, con
una fuerza pequeña, podía defenderse de un ejército grande. "Lo cual como
oyeron sus hermanos y toda la casa de su padre, vinieron allí a él". . .
En la cueva de Adulam, la familia se hallaba unida
por la simpatía y el afecto. El hijo de Isaí podía producir melodías con la voz
y con su arpa mientras cantaba: "¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es
habitar los hermanos igualmente en uno!" (Sal. 133:1). Había probado las
amarguras de la desconfianza de sus propios hermanos; y la armonía que había
reemplazado la discordia llenaba de regocijo el corazón del desterrado. Allí
fue donde David compuso el Salmo 57 (Patriarcas y Profetas, págs. 712, 713).
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AUDIO: https://youtube.com/playlist?list=PLVsLdOIe7sVuozPJtDXwpVnSKXr1hJGB-
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