Gén. 27: 41-28: 15.
Y soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada
en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que
subían y descendían por ella. (Gén. 28: 12).
Amenazado de muerte por la ira de Esaú, Jacob salió
fugitivo de la casa de su padre; pero llevó consigo la bendición paterna. Isaac
le había renovado la promesa del pacto y como heredero de ella, le había
mandado que tomase esposa de entre la familia de su madre en Mesopotamia.
Sin embargo, Jacob emprendió su solitario viaje con un corazón profundamente acongojado. Con sólo su báculo en la mano, debía viajar durante varios días por una región habitada por tribus indómitas y errantes. Dominado por su remordimiento y timidez, trató de evitar a los hombres, para no ser hallado por su airado hermano. Temía haber perdido para siempre la bendición que Dios había tratado de darle, y Satanás estaba listo para atormentarle con sus tentaciones. . .
Las tinieblas de la desesperación oprimían su alma, y apenas se atrevía a orar. Sin embargo estaba tan completamente solo que sentía como nunca antes la necesidad de la protección de Dios. Llorando y con profunda humildad, confesó su pecado, y pidió que se le diera alguna evidencia de que no estaba completamente abandonado. . . Pero Dios no abandonó a Jacob. Su misericordia alcanzaba todavía a su errante y desconfiado siervo. Compasivamente el Señor reveló a Jacob precisamente lo que necesitaba: un Salvador. . .
Cansado de su viaje, el peregrino se acostó en el
suelo, con una piedra por cabecera. Mientras dormía, vio una escalera, clara y
reluciente, "que estaba apoyada en tierra, y su cabeza tocaba en el
cielo". Por esta escalera subían y bajaban ángeles. En lo alto de ella
estaba el Señor de la gloria. . .
Jacob se despertó de su sueño en el profundo
silencio de la noche. Las relucientes figuras de su visión se habían
desvanecido. Sus ojos no veían ahora más que los contornos oscuros de las colinas
solitarias y sobre ellas el cielo estrellado. Pero experimentaba un solemne
sentimiento de que Dios estaba con él. Una presencia invisible llenaba la
soledad. "Ciertamente Jehová está
en este lugar -dijo- y yo no lo sabía. . . No es otra cosa que casa de Dios, y
puerta del cielo" (Patriarcas y Profetas, págs. 182-184). 65
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